Entre el “sin culpa” y el “sin azúcar”, seguimos comprando placer en formato bolsa. Foto: Matheus Henrin / Pexels
El espejismo "fit"
Los productos light son para gordos y otras verdades incómodas de Carmen Ordiz, nutricionista
Entre los pasillos del súper, los “zero”, “high protein” y “sin azúcar” compiten por parecer saludables. Carmen Ordiz lo ve claro: comemos más etiquetas que comida
Por Sandra Sanz
15 DE OCTUBRE DE 2025 / 17:00
En la última gala de los Emmy, la actriz Jennifer Coolidge arrancó carcajadas al bromear sobre el furor de los tratamientos para adelgazar: «Compartimos el mismo dealer de Ozempic, pero no me está funcionando». El comentario, entre risas y aplausos, no solo señalaba una moda pasajera, sino un fenómeno que está transformando, una vez más, nuestra relación con el cuerpo y la comida. Sobre estas tensiones sabe mucho Carmen Ordiz, nutricionista y divulgadora gastronómica, que las analiza con su habitual sentido del humor y mirada crítica en Los productos light son para gordos (y las modelos tienen celulitis), un título que ya avisa de por dónde va la cosa.
«La conversación sobre la alimentación no puede desligarse de los cánones de belleza», apunta. Ordiz se muestra tajante sobre el fenómeno Ozempic y la vuelta a la extrema delgadez que han dejado entrever muchas celebrities de Hollywood: «Me parece tremendo que la gente lo use fuera de una prescripción médica». Lo que transmite, explica, es la idea de que «con una pastilla se pueden solucionar todos los excesos, y esto da mucho dinero».
Las consecuencias, sin embargo, no son inocuas: «Te quita el hambre, te marea, te hace disfrutar menos de la gastronomía. La clave es el equilibrio: el cuerpo necesita tiempo, constancia y una buena gasolina», insiste.
La trampa de lo ‘light’
La asturiana, consultora y Embajadora de Saborea España, dedica un capítulo del libro a desenmascarar los trucos de la industria alimentaria. Especialmente los de los productos light, que ahora compiten en los supermercados con los «high protein» o los «zero azúcares añadidos».
Ordiz recuerda investigaciones como la publicada por The New York Times en 2016, que reveló cómo la industria azucarera financió campañas para demonizar las grasas y desviar la atención de su propio papel en la obesidad. «Lo importante —subraya— es revisar con atención las etiquetas. Ver la lista de ingredientes. Los light tienen sentido en una dieta si se quiere reducir la grasa por un motivo determinado. El problema es lo que se pone en su lugar: edulcorantes, aditivos y azúcares. Al quitar la grasa, se elimina el sabor, la saciedad y los nutrientes del propio producto». Es decir: lo que ganas en marketing, lo pierdes en placer (y en salud).
Comer sin culpa
Más allá de los etiquetados engañosos, Ordiz apunta a un enemigo más silencioso: la culpa. Y, de paso, a la llamada violencia estética que afecta sobre todo a las mujeres. «Es una lucha cada vez que sales de casa: piensas que eres el más tonto, el más feo, el más gordo… O luchas tú o nadie lo va a hacer por ti. Si te rindes ante eso, te vas a conformar. O disfrutas de algo que tenemos que hacer tres veces al día —maravilloso— y que es uno de los pocos placeres que nos da la vida», reflexiona.
Su receta pasa por resetear la mirada: «Tenemos que eliminar de nuestro disco duro la falsa creencia de que los hábitos saludables son escasez, hambre y limitación». Respeto al cuerpo, ejercicio (Carmen es amante de las largas caminatas), concentración en el «aquí y ahora» y algo tan básico como el orden en la cocina o el frigorífico son, en su opinión, estrategias más eficaces que cualquier dieta milagro.
La grasa no era el enemigo
La segunda parte del libro, escrita por su padre, el doctor Ignacio Ordiz, profundiza en el origen histórico de esa guerra contra el cuerpo. Analiza la demonización de la grasa corporal y su importancia biológica, en un texto que combina divulgación y memoria cultural.
La celulitis —ese enemigo número uno del verano— fue, en realidad, un invento médico de 1873, cuando los franceses Charles Philippe Robin y Émile Litré la definieron como un «problema». Desde entonces, la moda y la industria de la belleza han alimentado lo que el doctor denomina una «pandemia cultural». Sin embargo, recuerda Carmen, esa grasa subcutánea tan odiada «ayuda a tener un embarazo, actúa como protección física, es un aislante térmico y forma parte del sistema endocrino adecuado». Convertirla en enemiga, insiste, es una «lucha contra natura».
‘Slow food’, o el placer con fundamento
El movimiento slow food atraviesa buena parte del pensamiento de Carmen Ordiz. La filosofía de Carlo Petrini —“bueno, limpio y justo”—, surgida a finales de los años ochenta como reacción a la industrialización y la comida rápida, impregna su discurso sobre cómo tomar conciencia alimentaria.
Consumir producto local, de temporada y con origen conocido «debería ser, por lógica, el sistema más justo; pero hoy en día consumir producto local parece de ricos», reconoce. Aun así, defiende los matices: «Lo veo complicado en el mundo en el que vivimos, pero dentro de esa filosofía —sin ser más papista que el papa—, si un producto vale un poco más y permite que tu vecino productor siga adelante… opta por ello. Que no todo sea el dinero».
Cuando la nutrición se sienta a la mesa
Su propuesta pasa por borrar la frontera entre gastronomía y nutrición. «Se habla muy poco de la parte preventiva y terapéutica que tiene la gastronomía. La cultura gastronómica está vinculada a los hábitos de vida saludables. Parece que si hablas de nutrición es aburrido y si hablas de gastronomía es divertido».
Además de escribir, Carmen Ordiz asesora proyectos gastronómicos desde su consultoría, presenta El Podcast de Gastronomía —donde conversa con chefs, productores y expertos— y ejerce como embajadora de Saborea España. Su trabajo conecta ciencia y placer, nutrición y mesa, con un objetivo tan simple como ambicioso: disfrutar sabiendo lo que comemos.
Comer bien no debería dar tanta guerra
En un mundo que celebra los batidos verdes pero demoniza el pan, Carmen Ordiz propone algo más sensato que contar calorías: pensar y disfrutar. No hay culpa en un plato cuando sabes lo que hay detrás. Ni placer real cuando se come con miedo.
Quizá por eso su mensaje funciona: porque no apela a la perfección sino al criterio. A recuperar el disfrute de cocinar, de elegir con cabeza, de comer con calma. De entender que la nutrición no está reñida con el placer, ni la gastronomía con la salud.