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Rodrigo de la Calle y sostenibilidad son casi sinónimos. Desde su restaurante El Invernadero de Madrid hace apostolado por la cocina Km0 y los platos con sabores vegetales sorprendentes. FOTO: Cortesía de Rodrigo de la Calle.

raíces, rebeldía y verduras con memoria

Rodrigo de la Calle y el fin del amor por la sostenibilidad

Cuando la cocina verde se convirtió en etiqueta, Rodrigo de la Calle siguió cultivando lo esencial: tierra, oficio y coherencia

Por Kino Verdú

13 DE NOVIEMBRE DE 2025 / 14:00

Año 2009. Madrid Fusión, el súper evento de gastronomía en España. Entonces llegó Rodrigo de la Calle y la sostenibilidad. «Nadie entendía nada. La palabra sostenible, sostenibilidad, al principio trataba de raíces, de volver a lo de antes, de cuidar el planeta, de arreglar las cosas. Con el paso del tiempo se ha convertido en una herramienta de marketing. Ser sostenible significa solucionar problemas o decir que los vas a solucionar», declara.

El chef conocido por plantear alta cocina a base de vegetales recalca que el término sostenibilidad «se ha prostituido de tal manera que ya nadie se lo cree». De tanto usarla… se acabó el amor, que cantaba Rocío Jurado.

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De sus padres aprendió el respeto por el trabajo y por las personas del entorno. «Me enseñaron cómo todas nuestras acciones influyen, de manera directa o indirecta, a los demás». Es hijo de agricultores y en su patio de juegos germinaban hortalizas y verduras.

Rodrigo de la Calle en el huerto.

Antes de comenzar su formación gastronómica en la escuela de hostelería de Aranjuez, Rodrigo arrastraba su maleta de un lado a otro. «Llevaba una vida de nómadas. Nos movíamos en función de la siembra y recolección de los productos vegetales. Es normal que en mi ADN de cocinero estén impresas la estacionalidad y el cultivo vegetal. No cambiaría mi infancia por nada del mundo».

Muchos años después, aquel hijo de agricultores es chef y propietario de El Invernadero, restaurante poseedor de una estrella Michelin y otra verde.

La agricultura tradicional en España pasa por un momento de crisis. «Está en peligro de extinción. Los cultivos intensivos y las grandes superficies de explotación agrícola han acabado con la agricultura clásica. Los costes de los cultivos, la falta de mano de obra cualificada o implicada, y la tecnificación nos hacen ver la realidad de lo que hay. Apenas quedan cuatro autónomos currando el suelo como antes, donde lo importante era tener un buen producto rentable y con valor gastronómico», se queja.

Entiende que es, en parte, el precio a pagar para producir más alimentos y alimentar a una población creciente. «Pero me da pena que ahora para comer verduras tenga que ir a un súper porque ya tampoco hay mercados con el producto local». Él mismo abandonó su huerta propia en Aranjuez. «No era rentable. Vivir de las verduras y ser una pequeña empresa en España es una misión imposible».

En el año 200, Rodrigo se presenta en el Hotel Huerta del Cura, en Elche. Con el galón de Chef ejecutivo conoce al botánico Santiago Orts y la gastronomía del cocinero madrileño explota, revienta, da un giro de 180º: nace la Gastrobotánica. «Han pasado ya más de 25 años. Con el paso del tiempo, Gastrobotánica se transformó en una revolución verde gastronómica, que aún se ve en mi cocina. Aquello me sirvió para ser la persona que soy y el profesional que soy».

Se enorgullece de haber estado entre los pioneros que pusieron en valor los productos del campo. Rodrigo de la Calle es sostenibilidad, pero también innovación culinaria. «En aquella época fuimos los primeros en usar productos que ahora todos utilizan… y no saben su origen. Cualquier cocinero joven hoy en día no conoce que yo fui el primero en emplear caviar cítrico, o mano de Buda, o que el cordifole o la salicornia se estrenaron en una receta mía. Los jóvenes han de saber de dónde vienen las cosas».

En Mugaritz, junto a José Luis Adúriz, se empapa de la alta cocina y de paso juguetean con locuras gastrobotánicas. «Poco queda de aquel loco que fue a Mugaritz con lo puesto», recuerda Rodrigo de la Calle. «Aduriz me enseñó las reglas de ese circo que es la alta cocina».

No es amigo de echar un vistazo al pasado.  «Uff, lo que pasó por mi cabeza hace más de 12 años… Muchas cosas. Ahora soy otra persona».

Premios. Reconocimientos. Libro de ‘Gastrobotánica’. Primera Michelin, segundo Sol Repsol. Se radicaliza en su propuesta verde. Segunda estrella Michelin. Utiliza la ficocianina (azul) en sus platos. «De eso han pasado ocho años. Ya no uso ficocinanina en mis platos. Fue una época bonita, pero ahora estamos en otra cosa», señala.

En la actualidad, está escribiendo el libro de El Invernadero. «Será mi séptimo libro, pero este creo que es en el que voy a contar toda mi vida gastronómica y lo que hemos aportado».

Insiste en que «La sostenibilidad va mucho más allá de la cocina. Se centra en un profundo respeto por la naturaleza y los ciclos de vida de los alimentos. Mi visión se manifiesta en su concepto de gastrobotánica, que combina su pasión por la cocina vegetal con un enfoque ecológico y de rescate de especies».

En su liturgia en la cocina defiende la cocina verde, «en la que las frutas, verduras, hongos y otros elementos vegetales son los protagonistas del plato. Utilizo la proteína animal como un simple acompañamiento o un ingrediente secundario». Continúa absorto en husmear formas de vida vegetales. «Me he interesado en recuperar variedades de plantas olvidadas que la industria alimentaria ha descartado por priorizar el volumen sobre el sabor».

En sus platos se priorizan los productos de cercanía y de temporada, «cultivados con el máximo respeto por el entorno. Trabajar con productores locales que cultivan semillas antiguas para obtener ingredientes con su sabor original. En mi cocina experimento con técnicas de fermentación y la inclusión de superalimentos para maximizar las propiedades y los sabores de los ingredientes vegetales».

A largo plazo, reconoce que «con mi trabajo busco concienciar a la sociedad sobre cómo nuestras decisiones alimentarias afectan al entorno”.

La kombucha ha puesto de moda las bebidas fermentadas. Pero fue Rodrigo de la Calle (con permiso del garum de los antiguos romanos) el primero en beberse esos mejunjes. «En 2012 comencé a hacer bebidas fermentadas con la idea de ofrecer alternativas sin alcohol a los vinos, como kombuchas, y vinos de remolacha, manzana y lombarda. Experimentamos con las técnicas de fermentación para mejorar texturas y reutilizar jugos en sus creaciones», relata.

Eran días de excedentes en la huerta, así que todo cuadraba. «Fuimos el primer restaurante en tener un maridaje de bebidas fermentadas y de vinos vegetales con base de verduras del mundo”.

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Cuando la gente comenzó a acusarle de tener un huerto como herramienta de marketing, decidió abandonarlo y buscar «agricultores de toda la vida que hacen las cosas bien. Esos son ahora mis proveedores de cabecera». Ya solo le queda el olivar y una pequeña casa en Mogón (Jaén). Pero esa ya es otra historia.