
Comer mirando el móvil puede hacernos comer en exceso. FOTO: Freepik.
ALIMENTACIÓN
Comer bien va mucho más allá del menú: las prisas, las pantallas y el caos también hay que digerirlos
No basta con comer quinoa: si lo haces corriendo, con el móvil en la mano y sin masticar, tu cuerpo lo va a notar. Y no para bien.
Por Eva Carnero
1 DE AGOSTO DE 2025 / 14:00
Que comer bien, de verdad, no consiste solo en ingerir lo que el cuerpo necesita para sobrevivir, lo sabemos. Pero también se nos olvida. Porque cada vez más, los expertos insisten en que todo lo que rodea al acto de comer importa. Y mucho.
Lo que sentimos, lo que pensamos, cómo masticamos, con quién estamos (o no), y en qué momento del día lo hacemos. Dicho de otro modo: aunque comamos lo mismo a las 12:00 que a las 16:00, no nos sentará igual. Ni por el momento del día, ni por cómo lo hagamos. No es lo mismo un táper en la mesa de trabajo, con el correo abierto y una reunión en cinco minutos, que sentarse, apagar pantallas y saborear cada bocado.
Comer también tiene que ver con cómo vivimos. Y nuestras costumbres cambian. Antes se comía en familia, a la misma hora, y no se bajaba de los 30 minutos de sobremesa. Ahora, lo habitual es hacerlo en diez, mientras se revisa el móvil. Y muchas veces, con prisa. Puede sonar a intuición, pero los datos lo respaldan. Un estudio sobre Bienestar y Salud Laboral elaborado por Edenred junto a Savia lo confirma: el 36,4 % de los españoles reconoce que su alimentación ha empeorado a causa de su rutina diaria. Y ese mismo porcentaje admite llevar una vida completamente sedentaria. Vamos, que ni se come bien ni se mueve uno lo suficiente. Y lo peor: apenas hay tiempo para cambiarlo.


Las rutinas mandan o, sobre todo, «desmandan»
En línea con los datos del estudio, la dietista-nutricionista Vanesa Cortés Gómez, especializada en salud hormonal femenina, lo resume con claridad: «Cuando la rutina diaria se basa en prisas, falta de organización o jornadas eternas sin pausas, lo normal es que la alimentación se resienta: comemos lo que se puede, no lo que necesitamos. Y muchas veces, eso significa menos variedad, menos calidad y menos disfrute».
Porque comer también debería disfrutarse. Pero no siempre se puede. «La alimentación no ocurre en el vacío», añade Cortés. «Está atravesada por el ritmo de vida, la carga mental, las condiciones económicas y el entorno social y laboral». Y así, lo que debería ser un momento de autocuidado se convierte, demasiadas veces, en un trámite.
¿Qué es peor, tener prisa o mirar el móvil?
Ambas cosas, en realidad, pero con matices. Vanesa Cortés señala los hábitos más habituales —y perjudiciales— que se repiten a diario:
- Prisas. Comer rápido impide masticar bien, percibir saciedad y elegir con criterio. Suele traducirse en picoteos, comida envasada o menús desequilibrados. Y, muchas veces, ni siquiera nos sentamos a la mesa.
- Pantallas. Móviles, ordenadores, teles. Distraen, desvían la atención y nos desconectan del acto de comer. El resultado: se come más, peor y sin ser conscientes de lo que estamos haciendo.
- Falta de horarios. Comer a deshoras, cenar muy tarde o saltarse comidas afecta a los ritmos digestivos y hormonales. Y aunque lo ideal es comer cuando aparece el hambre —«cuando te ruja el dragón», dice Cortés con humor—, no tener una cierta regularidad puede generar desequilibrios que incluso afectan al descanso.
- Ultraprocesados. Son rápidos, apetecibles, duraderos… pero no precisamente saludables. Tienen poca densidad nutricional y una alta palatabilidad. Es decir, enganchan. Y lo hacen porque están diseñados para ello. El bliss point, concepto creado por el investigador Howard Moskowitz, describe la combinación exacta de grasa, azúcar y sal que maximiza el placer y hace que quieras repetir. Una trampa perfecta.
¿Y si cambiamos el guion?
Los malos hábitos no aparecen de un día para otro, pero tampoco tienen por qué quedarse. No se trata de hacer todo perfecto, sino de hacer lo que se pueda, con lo que se tiene. Cortés propone una serie de ajustes —tan sencillos como sensatos— que pueden marcar la diferencia:
- Planifica un poco. Basta con dedicar diez minutos a pensar qué vas a comer durante la semana. Incluye verduras en almuerzo y cena; proteínas de calidad (carne, pescado, huevos, legumbres, tofu…); grasas saludables (aceite de oliva virgen extra, frutos secos); e hidratos complejos (arroz, patata, boniato, pasta integral…).
- Crea rutinas flexibles. Comer a horarios más o menos similares regula el apetito y la energía. No se trata de ser rígidos, sino de escuchar el cuerpo y respetar sus señales.
- Ten alimentos reales a mano. Legumbres ya cocidas, fruta cortada, verdura visible, huevos cocidos… No todo requiere tiempo. A veces, es cuestión de tenerlo listo.
- Haz pausas sin pantallas. Solo 15-20 minutos sin móvil mejoran la digestión, la saciedad y el disfrute. Mastica, saborea, suelta el cubierto entre bocado y bocado. Tu cuerpo —y tu mente— lo notarán.
- Prioriza la calidad, no la perfección. No hace falta hacer un máster en cocina saludable. Basta con que haya variedad, equilibrio y algo de placer.
- Pide ayuda si la necesitas. Cocinar un rato el fin de semana, recurrir a comida saludable ya preparada o tener platos socorridos como un salteado exprés, una ensalada completa o un pescado al vapor puede ser suficiente para cambiar el rumbo sin sobrecargarte.
Comer también es político (y económico)
Más allá de los hábitos personales, hay otro factor que no siempre se menciona: el acceso. O, más bien, la falta de acceso. «El encarecimiento de la cesta de la compra y la falta de recursos económicos limitan mucho la posibilidad de comer bien», explica Vanesa Cortés.
«Muchísimas familias no pueden permitirse productos frescos, de temporada y de cercanía. Y sin eso, es difícil mantener una alimentación equilibrada». Por eso, cuidar cómo comemos no puede quedarse solo en el plano individual. Hace falta repensar políticas públicas, mejorar el acceso justo a los alimentos y garantizar una educación nutricional de calidad, comprensible y accesible para todos.
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