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Muchos ultraprocesados están pensados justo para esto… que abras la bolsa y ya no puedas parar. Foto: Pexels

La química de los superestímulos

Adicta a las patatas fritas: no te falta voluntad, han hackeado tus deseos y no puedes parar

Lo hace Netflix y los fabricantes de ultraprocesados. El biomédico Nicklas Brendborg desvela cómo se manipula el cerebro para que siempre queramos más.

Por Verónica Palomo

22 DE DICIEMBRE DE 2025 / 14:00

Crees que anoche te quedaste hasta las 3 de la mañana en vela viendo series sin parar por tu propia voluntad? ¿Piensas que fue idea tuya acabar con la tarrina de un litro de helado de chocolate con cookies? Y lo más increíble todavía: ¿crees que salió de ti hacer scroll en Tinder y citarte con aquella persona que en el fondo no te apetecía nada conocer? La respuesta a todas estas cuestiones es un rotundo no. Para la ciencia te comportas como un adicto a los dulces, adicto a consumir contenidos audiovisuales o adicto al móvil. Solo que esa adicciones están configuradas desde la industria.

Tus decisiones se escapan a tu control. Alguien o algo está hackeando tu biología, tus instintos naturales, y precisamente no estamos hablando de un episodio de Black Mirror.

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En un mundo saturado de pantallas, sabores artificiales y recompensas instantáneas, resulta difícil pensar que nuestras decisiones cotidianas puedan estar profundamente influenciadas por mecanismos que nada tienen que ver con la fuerza de voluntad.

Para Nicholas Brendborg, investigador y autor del libro Super estimulados, la explicación es clara: «Las diferentes industrias han aprendido a manipular la biología humana. Los comportamientos que solemos atribuir al autocontrol —como comer en exceso, pasar las horas muertas enredados en las redes sociales o ver series en bucle— son, en realidad, respuestas predecibles de un cerebro sometido a estímulos diseñados para activar su sistema de recompensa una y otra vez».

Dicho así, da miedo. ¿Cómo lo hacen exactamente? Brendborg describe un proceso extremadamente concreto y tecnificado: «Las plataformas digitales, por ejemplo, registran cada detalle del comportamiento del usuario. Si está tumbado en el sofá, si camina, si usa una o dos manos, si presiona fuerte o suavemente la pantalla, si reacciona de inmediato o no. Esa información se utiliza para optimizar los contenidos y maximizar el tiempo de permanencia. Cada gesto es un dato que se transforma en una forma de mantenerte allí un poco más», explica el autor danés.

Al final, se trata de explotar al máximo nuestro sistema de recompensa para moldear nuestro comportamiento. Como comenta Brendborg, «cualquier empresa que quiera vender lo máximo posible, va a estudiar cómo funciona el cerebro humano. Y lo usará en contra del consumidor».

En la industria alimentaria la manipulación para lograr adicciones adopta otra forma. El científico cuenta que en este caso «no se puede experimentar en tiempo real. Pero se juega con los estímulos que más afectan al cerebro: azúcar, sal, grasa, sabores artificiales, texturas y aromas especialmente diseñados para ser irresistibles. Absolutamente todo, desde la consistencia, el olor o el aspecto de los alimentos, está calibrado para que queramos más».

En los laboratorios que trabajan para la industria alimentaria se emplean escáneres cerebrales para ver cómo las diferentes partes del cerebro reaccionan a determinados alimentos. El autor es bastante crítico con esta cara B de la ciencia. «La ciencia es maravillosa y normalmente busca mejorar el mundo, pero aquí claramente no lo está haciendo. Durante mi investigación para este libro quizá lo que más me sorprendió es el nivel de datos que recopilan plataformas como Instagram o Facebook, o lo lejos que llega la industria alimentaria para optimizar un producto. Utilizan una increíble cantidad de dinero, muchas personas y muchísimos recursos. Creo que la mayoría de los profesionales involucrados en este trabajo se avergonzaría si supiera que su trabajo en realidad consiste, por ejemplo, en hacer que la gente coma más galletas de chocolate».

La epidemia global de obesidad tiene raíces profundas en la manipulación alimentaria, según Brendborg. «No se trata únicamente de que comamos más. Los productos están diseñados precisamente para que no podamos parar de comerlos. Si consigues que un consumidor se vuelva adicto a tu producto, has dado con el negocio perfecto», relata el escritor. En este sentido, la comparación con la industria del tabaco no es casual: «Cuando alguien empieza a fumar, volverá una y otra vez. Con ciertos alimentos pasa lo mismo».

Uno de los conceptos que Brendborg desarrolla en su libro es el de los superestímulos, versiones intensificadas de recompensas naturales (el hambre o el sexo) que saturan el sistema de recompensa humano. Son las adicciones creadas por la industria en un laboratorio. «Comparemos, por ejemplo, una fresa frente a un caramelo con sabor a fresa. El caramelo concentra y multiplica lo que más nos atrae de la fruta, especialmente el dulzor. El caramelo no afecta de forma diferente al cerebro de lo que lo hace la fruta, pero sí de una manera muchísimo más fuerte. Ese exceso altera la percepción de lo que es suficiente y empuja a buscar estímulos cada vez más intensos», cuenta el autor. Algo parecido, por otra parte, a lo que ocurre si comparamos el sexo y la pornografía.

La industria del entretenimiento no se queda atrás. Plataformas como Netflix han optimizado sus algoritmos para que el usuario continúe viendo contenido sin descanso. Esto abre una discusión ética controvertida: ¿dónde termina la responsabilidad del usuario (es tarde y me tengo que ir a la cama, que mañana hay que trabajar) y dónde empieza la de la empresa?

Para el investigador, el libre albedrío no es suficiente excusa. «Los adolescentes y los jóvenes, cuyo cerebro aún está en desarrollo, son particularmente vulnerables a todo esto. Ya aceptamos socialmente que ciertas sustancias —como la heroína o la cocaína— no deben estar disponibles porque pueden causar daño irreversible. Aquí ocurre algo similar con las dinámicas de adicción, aunque el contexto sea distinto», denuncia Brendborg.

Uno de los fenómenos más preocupantes es el impacto de las redes sociales en la salud mental de los jóvenes. La búsqueda compulsiva de ‘likes’ se explica, en parte, porque el cerebro interpreta cada uno de ellos como un pequeño reconocimiento social. «Es como salir a la calle y recibir decenas de cumplidos en pocos minutos. La sensación es tan gratificante que el cerebro empieza a perseguirla. Hay que tener en cuenta que los adolescentes, además, son especialmente sensibles a la opinión ajena: están construyendo su identidad, son hiperconscientes de cómo los ven los otros y las redes sociales explotan esa vulnerabilidad», explica el experto.

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A pesar del panorama complejo, Brendborg no se muestra del todo pesimista. Cree que la solución pasa por dos vías: regulaciones claras y educación. «Por un lado, establecer normas que limiten prácticas abusivas. Por otro, informar a la población para que tome decisiones más conscientes. Cuando sabes cómo funciona la manipulación, cambias tu comportamiento. Quizá antes elegías la galleta más dulce sin pensarlo. Con información eliges la opción más saludable. Y así se irá creando un mercado alternativo».

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