
Pepe Rodríguez, Andrea Tumbarello y Pep Casadevall convierten una demostración de pasta en una lección de cómo vivir con calma: entre risas, trufa y macarrones al dente. Foto: WeLife
Entre fogones y chascarrillos
El poder de la pasta «al dente»: por qué necesitamos más textura en la pasta y en la vida
Dos chefs y una olla de pasta acaban dando una lección inesperada: en un mundo acelerado, vivir con calma es el auténtico lujo que se saborea
Por Marta del Valle
25 DE SEPTIEMBRE DE 2025 / 14:00
No era un congreso de filosofía, aunque, en esta intensidad en la que vivimos, lo parecía. En una época en la que vivir con calma parece un lujo, dos super chefs —uno español, Pep Casadevall, responsable de I+D de pastas Gallo, y otro italiano, el famosísimo Andrea Tumbarello— discutían en Madrid sobre la dureza del agua, los minutos de cocción para la pasta al dente en el Pirineo y el crimen de «matar la pasta» con la sobrecocción. Pero, entre ollas humeantes y un público que olía a trufa, la conversación iba mucho más allá del plato. Allí, entre cucharones, se colaba una verdad que se puede servir en cualquier mesa: lo interesante se queda donde hay porosidad.


La boquilla de bronce con la que se moldea y corta la pasta tradicional –contaban–, «raspa la masa y la vuelve rugosa». Esa textura atrapa la salsa y multiplica el sabor. Nada de superficies lisas que dejan resbalar el condimento. Y, mientras lo decían, era inevitable pensar que quizá la vida funciona igual. Lo que recordamos no es lo perfecto, sino lo que ofrece mordida: un viaje que se tuerce, una conversación incómoda, una relación que no va en piloto automático. La rutina sin relieve, ya se sabe, se olvida tan rápido como una pasta demasiado cocida.
Mitos que se deshacen al primer hervor
La sesión se convirtió en una demolición de mantras culinarios: que si la pasta engorda –»El problema es la nata y el chorizo, no la pasta», apuntó Pepe Rodríguez, chef del imprescindible El Bohío e implacable juez de MasterChef, con la naturalidad de quien sabe que tiene razón–; que por qué echamos aceite en el agua –»Eso lo hace quien la cuece para recalentar», apuntaba con auténtica cara de horror Tumbarello, rey de la trufa–, o enjuagar después de cocer: «no entiendo por qué lo hacéis. Yo corto la cocción con un chorro de agua fría directo a la cazuela y luego cuelo», explicaba el italiano mientras el chef de pastas Gallo añadía que, además, este vicio español elimina el almidón que es lo que nos liga las salsas.
Parecían consejos de cocina, pero sonaban a terapia exprés. ¿Cuántas veces en la vida añadimos capas que no sirven, pulimos de más, quitamos lo que une? Mientras Rodríguez apuntaba que esto de lavar la pasta «porque lo hacían nuestras abuelas» es como mantener una costumbre solo por nostalgia: cómodo, pero sin sentido.
Vivir al dente, no a fuego lento
La buena pasta se come al dente, en ese punto en el que todavía ofrece resistencia. Ni dura ni blanda, con la tensión justa para absorber lo que venga. Quizá ahí esté la metáfora. Vivir al dente es quedarse en ese lugar exacto en el que las cosas están hechas pero no del todo, el punto donde todavía pueden impregnarse de sabor. Un proyecto que te invita a improvisar, a vivir con calma: una tarde sin plan cerrado, un domingo que se alarga porque sí.
El propio duelo gastronómico lo demostró. Casadevall preparó macarrones con ternera desmechada y crema de Idiazábal –”Vas ganando 3 a 0″, sentenció Pepe antes de pasar al siguiente–. Tumbarello una «bosconara» o carbonara con boletus y trufa –que no se quedaba, ni mucho menos, atrás, Pepe dixit–. Dos caminos distintos, un educado empate. Porque cuando la base es buena —en la cocina o en la vida—, las variaciones solo suman. Y, como dijo uno de ellos con media sonrisa y (acento italiano), «la buena cocina no tiene pasaporte, solo producto. Y yo solo cocino buen producto y poco, para no liarla». Gran filosofía.
La mordida importa (en todo)
Los italianos lo saben: el secreto no es solo la harina (en el caso de la gama Bronce que presentaban en este encuentro, proviene de una selección de trigo que eleva su contenido en proteína hasta el 14%). También es el molde. El bronce deja microscópicas irregularidades que hacen que la salsa se adhiera y el paladar se despierte. Pura química. También pura metáfora. Las experiencias lisas —sin roces, sin fricción— se escurren igual que una salsa líquida en pasta industrial. Las que arañan un poco, en cambio, se quedan. Son las que generan memoria, las que contamos años después. Y sí, también las que a veces duelen un poco. Como las mejores historias.
Tiempo, paciencia y un poco de fuego
Los cocineros coincidían en lo esencial: el lujo no está en la trufa ni en el Idiazábal, sino en respetar los tiempos de una pasta al dente. Agua hirviendo, fuego constante, cero prisas. La cocina, como el vivir, necesita calma, hervor y paciencia para que todo encaje.
Mientras en la sala se servían platos, alguien bromeó con que en Madrid el agua «va de culo» para la pasta. Otro recordó que en el Pirineo las alubias tardan una hora más. Rieron. Y, de repente, aquello sonó a recordatorio colectivo: el entorno importa, la presión cambia el tiempo de cocción, cada lugar —cada persona— tiene su ritmo. Pretender que todo hierva igual es como esperar que todos vivan al mismo compás.
Textura o nada
La presentación terminó sin un ganador claro. Hubo aplausos, brindis y un público felizmente saciado. Pero el poso de la mañana no estaba en la receta, en el punto de la pasta al dente, ni en la marca del paquete, sino en una idea sencilla: la textura sostiene el sabor.
Quizá por eso nos atraen las rutinas con imprevistos, los proyectos que requieren roce, las amistades que se discuten. Igual que una buena pasta, las vidas que recordamos son las que han pasado por el molde: rugosas, con tiempo de cocción, listas para absorber.
Así que la próxima vez que pongas una olla al fuego —o que te sientas tentado de alisar tu agenda, tu casa o tus días— acuérdate de aquella lección servida entre trufa y macarrones: deja que los días hiervan a su ritmo y no temas la rugosidad. Es lo que da cuerpo a cada bocado para vivir con calma. Y, si hace falta, que te salpique un poco: es señal de que estabas lo bastante cerca.
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