
En nuestra imaginación, el mundo debería ser moderadamente justo. No es de extrañar que percibamos la injusticia con un dolor similar a si nos propinaran un puñetazo en el alma. FOTO: Matar un ruiseñor.
No es fastidio, es dolor real: la injusticia nos devasta física y emocionalmente
Sentir que algo no es justo no es solo rabia moral. Es dolor real, medible, y deja huella en el cuerpo igual que una herida
Por María Corisco
21 DE OCTUBRE DE 2025 / 17:00
Desde niños lo aprendemos muy rápido. Cuando un hermano recibe un trozo de pastel más grande, cuando en el patio alguien se salta el turno o cuando un adulto nos castiga sin motivo, surge un grito casi instintivo: «¡No es justo!». Incluso sin entender del todo qué significa la equidad o la igualdad, somos capaces de detectar el desequilibrio. Y vaya si duele. Porque la injusticia causa dolor de verdad. Lo experimentamos en nuestras carnes de niños y hoy la neurociencia nos da la razón: la injusticia se vive en el cerebro como una agresión real.
Un ejemplo lo tenemos en los trabajos de la neurocientífica Tania Singer. Al estudiar cómo reaccionamos ante la exclusión o el rechazo, observó que el cerebro activa las mismas redes que cuando experimentamos dolor físico. Como ella misma escribió en Nature en 2006: «El dolor social y el dolor físico comparten mecanismos neuronales comunes».


No me trates mal que no cuela
Las imágenes de resonancia magnética lo explican: ante ofertas injustas se activa la ínsula anterior, una región asociada al dolor físico y emocional, junto con la corteza cingulada anterior, que regula el conflicto. Es decir, el cerebro experimenta la injusticia como un dolor real, no como una simple discrepancia racional. Cuando nos tratan de forma injusta, nos ignoran o desprecian no solo molesta, nos hiere en un sentido literal. En otras palabras, hay una relación directa entre injusticia y dolor.
Antes de Singer, el psicólogo Alan Sanfey había diseñado el juego del ultimátum para comprobar hasta dónde llega ese dolor. En este experimento, una persona recibe una suma de dinero y debe decidir cuánto ofrecer a otra. Si la oferta se acepta, ambos ganan; si se rechaza, ninguno recibe nada. Lo esperable sería aceptar cualquier cantidad, aunque fuese mínima, porque siempre es mejor algo que nada. Sin embargo, la mayoría rechaza las ofertas injustas, aunque eso signifique perderlo todo. Como Sanfey señala, «la gente no solo se preocupa por lo que recibe, sino también por cómo se le trata».
Ese justiciero que llevamos dentro
Otro nombre importante en esta historia es el de Ernst Fehr, pionero en economía del comportamiento. Sus trabajos mostraron que estamos dispuestos a gastar tiempo, esfuerzo o dinero con tal de castigar a quienes actúan de manera injusta, aunque no nos beneficie directamente. Lo denominó castigo altruista y lo describió así en un artículo publicado en Nature: «El castigo altruista es esencial para la cooperación humana: estamos dispuestos a sancionar a los injustos incluso cuando nos cuesta algo».
Esta tendencia explica desde por qué rechazamos un trato desigual en un juego hasta fenómenos sociales mayores, como las protestas colectivas contra la corrupción o la indignación ante abusos que no sufrimos en primera persona.
Cuando el dolor repetido deja cicatrices permanentes
Más allá de lo social, la injusticia deja huella en la salud mental. Martin Seligman describió con su concepto de «indefensión aprendida»: cuando las personas viven injusticias repetidas: llega un momento en que dejan de luchar, incluso cuando aparece una salida posible. La experiencia sostenida de que «nada de lo que haga cambia el resultado» mina la motivación y puede desembocar en depresión.
Por su parte, el sociólogo y médico Aaron Antonovsky planteó que «las personas necesitamos sentir que la vida es comprensible, manejable y con sentido. La injusticia rompe esa percepción: introduce caos, arbitrariedad, sensación de vulnerabilidad». De ahí que esté tan vinculada al estrés crónico, a la ansiedad y a la pérdida de autoestima.
Así, en la práctica clínica se observa que quienes han vivido situaciones injustas prolongadas –desigualdades laborales, discriminación, maltrato– suelen mostrar más síntomas de desgaste emocional y somatizaciones físicas. El cuerpo, de hecho, no distingue del todo entre una amenaza física y una amenaza a la dignidad: ambas encienden las mismas alarmas biológicas. En este caso la injusticia causa dolor real, del físico que se puede medir.
¿Por qué nos importa tanto lo justo?
Desde una perspectiva evolutiva, la sensibilidad a la justicia tiene sentido. Somos una especie profundamente social y nuestra supervivencia ha dependido de la cooperación. Detectar y sancionar a quienes no cumplen las normas equitativas es un mecanismo para proteger al grupo. De ahí que la injusticia y el dolor que ocasiona generen una reacción tan intensa y universal.
En definitiva, rebelarnos frente a lo injusto porque escuece no es solo un concepto jurídico ni una rabieta infantil. Es una experiencia profundamente humana, con raíces en nuestra biología y en nuestra psicología. Explica por qué seguimos diciendo, de adultos, con la misma vehemencia que de niños: «¡no es justo!». Lo hacemos porque nuestro cerebro reacciona con dolor ante el desequilibrio, porque nuestra mente necesita coherencia y porque nuestra vida social depende de un sentido compartido de equidad. Y lo hacemos también porque sabemos, intuitivamente, que sin justicia no hay confianza ni salud, ni individual ni colectiva.
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