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_Con estos juegos fáciles para activar la memoria conseguirás acordarte de todo cada día
NO TE PIERDAS Con estos juegos fáciles para activar la memoria conseguirás acordarte de todo cada día
La escritora Rosa Montero. / Foto: Daniel Mordzinski.
SALUD MENTAL
La escritora madrileña, que acaba de publicar el libro "Cuentos perfectos", habla de cómo ha cambiado España y de dónde viene su sensibilidad hacia los problemas de salud mental.
17 de marzo de 2024 / 09:00
Me reencuentro con Rosa Montero (Madrid, 1951) ocho años después de haberla entrevistado por primera vez y tengo la impresión de que el tiempo no ha pasado por ella: la misma agilidad mental, el mismo buen humor, la misma coquetería en los detalles (ha combinado su atuendo negro con pendientes y collar de color rojo). Pero el tiempo sí que ha pasado por ella. Por ella y por todos. Su último libro, «Cuentos verdaderos», es una recopilación de algunas de las crónicas periodísticas que escribió en los años ochenta y noventa, y a través de esos textos atisbamos una España que ha dejado de existir.
Ha sido muy interesante para mí. El libro surgió por pura casualidad, a raíz de un documental sobre El Nani [famoso delincuente de los años ochenta] que hicieron para la televisión. Como tengo una memoria de batracio, no me acordaba de muchas de las crónicas que había escrito. Es como un viaje en el tiempo. Se nos ha olvidado lo que era aquella España tan precaria, tan llena de chorizos, con tanta inseguridad y violencia, con falta de derechos democráticos… Al terminar, me dije con orgullo: “Cuánto hemos avanzado”. Pero por otro lado también pienso que todo puede revertirse, así que debemos defender cada día lo que tenemos.
Lo que les pasaba a los jóvenes del 78 era que vivían en un país que no había desarrollado soportes sociales de ningún tipo. ¡No tuvimos plena escolarización hasta el ochenta y pico! Y encima había una epidemia de drogadicción, una subida meteórica del paro… ¿Cómo no iban a estar desesperanzados? Pero en aquella época, desde un punto de vista global, no de país, vivíamos en un mundo mejor, porque había esperanza en el futuro. Hoy, sin embargo, vivimos en un mundo que tiene miedo al futuro. En eso hemos empeorado. Pero que hoy se hable de los problemas de salud mental de los jóvenes es un avance muy grande.
No, me viene por mi empatía con la gente. La gente me gusta, por eso me he dedicado al periodismo. Y para ser novelista también necesitas que te guste la gente, porque una novela es un viaje al otro. Al escribir ese libro aprendí mucho sobre el suicidio; así que quería decirle al lector que estuviera pasando por eso: “Aguanta. Aguanta un poco, ¡aguanta!”. El suicidio llega como resultado de una tormenta perfecta; la mayoría de los suicidas no se quieren suicidar, lo que pasa es que esa tormenta perfecta les desconecta.
Pila de años, pila de trabajos… Tengo la sensación de que he vivido intensamente, y eso es tranquilizador. En ese libro ves un pedazo de tiempo condensado, atrapado.
El mundo es absolutamente global y, al mismo tiempo, el ser humano es uno. Existen dos realidades. Una: “Todos somos iguales”. Y dos: “Todos somos distintos”. Podemos regocijarnos en la igualdad esencial de los seres humanos o fascinarnos por las pequeñas diferencias que tenemos cada uno.
Lo que pasa es que en el siglo XX ha habido un trasvase muy claro de lo rural a lo urbano, se ha hecho de manera muy drástica, dejando una herida social muy grande. Hubo gente que se sintió muy desplazada. Yo sin embargo siempre he sido urbana: si no vivo en una gran ciudad, me asfixio.
Sí, soy montañera, me encanta la naturaleza. Las montañas me dan una sensación de grandeza, de paz… Lo que otra gente experimenta con el mar, la sensación de rozar el infinito, yo lo experimento con las montañas. Necesito ir de cuando en cuando al monte para ponerme en comunicación con el todo.
En la narrativa, cero. Yo escribo desde que soy pequeña, como la mayoría de los novelistas, y para mí no es huida, sino al contrario: es estructura, asentamiento, peso existencial, capacidad para vivir. Y en periodismo tampoco creo que haya huida: vas al encuentro de los otros. Una de las cosas que me hizo dedicarme al periodismo fue mi curiosidad universal; pensé que sería un trabajo que me permitiría aprender toda mi vida. Eso no es huir, es intentar entender el mundo.
No me extraña. Habéis pillado la travesía del desierto.
¿Eso qué es?
¡Qué horror! Me dejas atónita. Yo es que llevo muchos años fuera de la redacción. Me parece espantoso. Lo que hace eso es unificar, que cada vez conozcamos y sepamos menos. Eso empobrece la realidad.
Eso era mentira. Yo le conocí muy bien y eso lo decía el personaje que se creó. He visto a poca gente más ansiosa de reconocimiento que él. Le entraba una furia cuando no le daban los premios, le daban pataletas de niño pequeño…
Los artistas (buenos o malos) somos todos gente sumamente insegura. Si lo piensas, los escritores hacemos un trabajo absurdo: todo el mundo sabe escribir, así que quién te dice que lo que haces no es una imbecilidad total, ¡dedicar tu vida a inventar mentiras! Por eso necesitas a alguien exterior que te diga: “A mí lo que escribes me llega, sirve de algo”. Los premios y los reconocimientos son esenciales.
No sé, creo que he ido haciendo todo lo que quería… En entrevistas sí que me quedó un personaje sin hacer. Durante mucho tiempo pedí entrevistar a Gorbachov, porque me interesaba muchísimo saber si él sabía que estaba hundiendo la URSS o si era un personaje gatopardiano que quería cambiar algo para que todo siguiera igual.
Uno de los que más me conmueve es el de [la artista circense] Manolita Chen. Recuerdo a sus protagonistas con tanto cariño y emoción… Y con tanta pena, también, porque eran vidas muy duras. En mis novelas y en mis artículos siempre me ha interesado muchísimo lo marginal, lo lumpen y lo canalla. Y no por morbo, sino porque me parece que es justo en ese lugar donde la vida se manifiesta de manera más desnuda, es donde late la verdad de la vida. Nuestra vida de clase media está más maquillada.
Es que es así. La inmensa mayoría de la gente vive como si fuera inmortal, salvo un puñado de neuróticos como Woody Allen y yo, que pensamos todo el rato en la muerte. Yo a los diez años me decía a mí misma: “Mira, Rosita, qué tarde tan bonita, disfrútala, porque enseguida pasará el tiempo y será de noche, y enseguida será de día y estarás en clase, y enseguida te habrás hecho mayor, y enseguida se morirán tus padres, y enseguida te morirás tú”.
En el fondo no es tan terrible pensar así, porque cuando tienes una conciencia muy aguda de la muerte también tienes una conciencia muy aguda de la vida. Pero pagas un precio: yo he tenido ataques de pánico. Aunque he aprendido a vivir con la idea de la muerte.
Cuando tenía veinte años, miraba por el rabillo del ojo a los de sesenta, que me parecían viejísimos, y pensaba: “Fíjate, entran y salen, van al cine y se toman un aperitivo tan contentos, cuando están tan cerca de la muerte. Si yo tuviera su edad, estaría metida debajo de la cama aullando de miedo”. Ahora tengo muchos más años que aquellas personas y no estoy debajo de la cama, así que algo he hecho bien. Tengo menos miedo a la muerte ahora que cuando era pequeña.
Los tuve desde los dieciséis años hasta los treinta, pero se pasaron. Podrían volver, claro. Hay que perderle el miedo al miedo. Si te viene un ataque de pánico, respira hondo, ten serenidad y piensa que es algo muy común que se pasa. Hay que aprender a convivir con la oscuridad.
Me interesa mucho el budismo como filosofía, pero yo pertenezco a la tradición occidental. La tradición oriental intenta luchar contra el dolor privándose del deseo, y yo no quiero eso. Para mí el deseo es la vida. No hay que perderse en el deseo, claro, pero yo no quiero renunciar a él.
Entre otras cosas, porque yo quiero a la gente, y eso se nota. No soy una escritora en su torre de marfil, me siento muy en deuda con todo el mundo, intento responder a su generosidad. Para que a mí no me interese alguien tiene que ser un plasta monstruoso o un malvado terrible.
No. La primera parte de los libros la escribo mentalmente y tomo notas en cuadernitos. Puedo estar un año o un año y medio en esa fase, de escritura de cabeza y en cuadernos. Luego ya sí que hay que sentarse a escribir o por lo menos conectar un rato todos los días.
Es muy difícil responder… Antes era mucho más ansiosa e insegura. Ahora tengo más seguridad, en general. Que tampoco es que tenga muchísima, ¿eh? (ríe).
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